miércoles, 19 de noviembre de 2008

LA VIRGINIDAD DE SAN PABLO



Sentido último en sus cartas.
Reflexión de los Padres de la Iglesia.
Aportes de autores contemporáneos.
Consecuencias para la vida consagrada.


Por Lucio Francisco Ajaya


Introducción

La persona de San Pablo no deja de fascinar a quienes con fe, se acercan a la Palabra de Dios, pero más aún, aquellos que afectivamente quieren unirse más íntimamente con Jesús, descubren en la vida de este Apóstol, más que un simple ejemplo de santidad, todo un proyecto desafiante de vida, atravesada por la profunda y dolorosa lanza que causó la llaga Santa a Cristo en la Cruz y que nos dejó rociados con sangre y agua, capacitándonos para amar con la misma intensidad divina, con su mismo corazón. Nadie como Pablo puede enseñarnos el sentido último de la “virginidad” o “celibato”. Por esto, el siguiente trabajo monográfico se ayuda de lo ya elaborado por dos autores, a partir de las fuentes paulinas y de la exquisitez que ambos han tenido para encontrar lo “oculto” de esta forma de vida, en el testimonio de quien también ha querido ser objeto de reflexión para toda la Iglesia en este 2008, año Santo del Señor.



“EL NO CASADO, SE PREOCUPA DE LAS COSAS DEL SEÑOR”

Si bien el tratamiento que hemos querido abordar en este trabajo, intenta escudriñar la virginidad de San Pablo, no podemos obviar las alusiones que encontramos en la Sagrada Escritura, sobre todo en el Nuevo Testamento: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda”. Jesús revela un “nuevo modo de ser eunuco”, puesto que esto significaba un gran insulto para el judío, quien sabía que aquel que no tiene esposa no es ni siquiera un hombre. El mismo Señor, aparte de borracho y comilón, era tenido por eunuco, en sentido altamente peyorativo. En el último sentido señalado en las palabras de Jesús, observamos la introducción del Reino de los Cielos, lo cual implica una dimensión misteriosa acrecentada por la lacónica frase final: “Quien pueda entender, que entienda”. “Antes de Jesús no existía una condición de vida comparable a ésta instituida por él, diversa, al menos en las motivaciones, si no en el hecho mismo. Sólo la presencia del Reino en la tierra podía instituir esta posibilidad de vida: el celibato “por el Reino”. No se anula la posibilidad del matrimonio, pero la relativiza. De hecho la continencia perfecta se sitúa frente al matrimonio como el Reino de Dios se sitúa frente al reino del César: no lo elimina, pero lo hace aparecer en una posición diversa de antes. Él no es ya la única instancia en su campo. Como el Reino de Dios es de un orden de grandeza distinto del reino de César, uno no tiene necesidad de negar al otro para subsistir. De la misma manera, la continencia voluntaria no requiere que se niegue el matrimonio para ser reconocida en su validez propia. Sin embargo, no obtiene sentido más que de la afirmación contemporánea del matrimonio.”1

Ahora, adentrémonos en aquello que nos ocupa:

El apóstol dice así: “Porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división”2

La motivación de San Pablo para la virginidad, parece centrarse en el bien del individuo y en su sosiego, más que en el Reino de Dios. Sin embargo no podemos perder de vista que los motivos que el Apóstol coloca como válidos para escoger la virginidad y el celibato se resumen en la expresión “por el Señor”, lo cual según Raniero Cantalamessa3, luego del acontecimiento pascual, es el equivalente exacto a la expresión “por el Reino de los Cielos”. ¿Qué entiende la comunidad cristiana evangelizada por Pablo, cuando se habla de Reino de los Cielos?

La predicación cristiana pos pascual ya no centra su atención en la predicación del Reino de Dios, tema fundamental en el ministerio de Jesús. Encontramos, en cambio, el kerigma apostólico: Cristo ha muerto; ha resucitado; es el Señor. Ahora, en efecto, el Reino, la salvación, consiste precisamente en esto.: “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús….convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar” (Hch 2, 36.38).
Pablo justifica su exhortación a la virginidad (“la apariencia de este mundo que pasa”), a que “el tiempo se ha cumplido”, ya ha comenzado el tiempo final en el que es ya posible vivir como “hijos de la resurrección”.

En Jesús, no se va al matrimonio “por el Reino de los Cielos”, es decir por una causa; según Pablo, no se va al matrimonio “por el Señor”, es decir por una persona. El progreso que significa en la idea de virginidad no es debido a Pablo sino a Jesús que, muriendo y resucitando por nosotros se ha convertido en “el Señor”, el Esposo y la cabeza de la Iglesia, aquel que “amó a la Iglesia se ha convertido en “el Señor”, el Esposo y la cabeza de la Iglesia, aquel que “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.” (Ef 5, 25 – 27)

El Apóstol dice que desearía ver a sus fieles “sin preocupaciones”. ¡Qué gran ventaja ser célibe o virgen!¡Jamás el sufrimiento tocará nuestras vidas! Este es un riesgo: entender esta forma de vida como tranquilidad absoluta. Pedro escuchando a Jesús y las exigencias que implica el matrimonio dice: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse”, (Mt 19,10). También Jesús era del parecer de que es mejor no casarse, pero por un motivo muy diverso del motivo egoísta entendido por el Apóstol, y lo explica enseguida, hablando de los que no se casan por el Reino de los Cielos.
También la virginidad era ideal de los estoicos y los epicúreos, llamándola apatheia o atrassia, lo que significa una vida sin sacudidas emocionales y pasionales, dispuestos a sacrificarlo todo, incluso gozos y placeres muy intensos.

Sin embargo, Pablo no culmina allí su enseñanza: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor”. Repite dos veces ahora, para varones y mujeres vírgenes que deben estar preocupados por las “cosas del Señor”. ¿Cómo interpretamos esta paradoja? La virginidad es un vivir sin preocupaciones mundanas, a fin de tener todo el tiempo y desahogo para preocuparse de las cosas del Señor. ¿Qué cosas son las del Señor? Los bienes, o las cosas del Señor son las almas por las cuales ha muerto, es el Reino. Ésta es la razón por la que existen el célibe y la virgen: para que haya alguien, en la Iglesia y en el mundo, que se preocupe sólo de los intereses de Dios.

En realidad el virgen renunció a casarse con una criatura, mas se desposó con una persona especial, la de Jesús, el Señor, que no es “historia del pasado”, ni tampoco “ilusión del futuro”, sino que por su resurrección “vive (ahora) en el Espíritu” y está presente continuamente en su iglesia. En este punto, nuevamente Cantalamessa es contundente: “No se trata, pues, para el virgen o la virgen, de renunciar a un amor “concreto”, por un amor “abstracto”, a una persona real por una persona imaginaria; se trata de renunciar a un amor concreto por otro amor concreto, a una persona real por otra persona infinitamente más real. La diferencia está en que, en un caso, la unión es “según la carne” y, en el otro, “según el Espíritu”; en uno, se forma “una sola carne”, y en otro “un solo espíritu”. De hecho está escrito que “el que se une al Señor, se hace un solo Espíritu con Él” (1 Co 6,17). Este realismo de la fe es el que hacía decir a la virgen santa Inés, ante la propuesta de un matrimonio humano:: “Ya estoy desposada….Me he ligado a él con el anillo, mi Señor Jesucristo”.

Aquí la grandeza de la virginidad: Los célibes son los que han recibido un don, que los ha llevado a percatarse hasta dolorosamente, de que una criatura, una familia, los hijos….no les bastaban, tenían necesidad de amar “Algo Divino”.

Leamos el testimonio de Kierkegaard, un joven luterano que descubre este don y experimenta la dolorosa punción del desprendimiento: “Dios quiere el celibato porque quiere ser amado…Tú, infinita Majestad, aun cuando tú no fueras amor, aun cuando tú fueras frío en tu infinita Majestad, yo no podría sino amarte; necesito algo majestuoso que amar. Aquello de lo que otros se han lamentado, a saber, de no haber hallado el amor en este mundo y por ello de haber sentido la necesidad de amarte, porque Tú eres el Amor (lo que yo admito plenamente), yo quiero proclamarlo también respecto de lo Majestuoso. Había y hay en mi alma una necesidad de Majestad, de una Majestad que nunca me sentiré cansado de adorar. Nada de esta codiciada Majestad encontré en el mundo”4 . Dice Cantalamessa: “Esposos de la Majestad de Dios, esposos del Absoluto!”5

El virgen se ha casado realmente, en cuerpo y alma, con el Reino o el Señor; no se casó por una causa, sino también con una persona; no es desposorio temporal, sino para toda la eternidad. La ligación es totalitaria y exclusiva, sólo comparable, en el plano humano, con el matrimonio.

Dice Cantalamessa: “Habiendo desposado una causa, el Reino de los Cielos, estamos llamados a servir a esta causa; Habiendo desposado a una persona, el Señor, estamos llamados a complacer a esta Persona (…) El Apóstol invita tácitamente a la virgen cristiana a seguir el ejemplo de la mujer casada. ¿Qué no haría una novia para agradar a su novio y a la inversa? ¿Qué no haría una esposa, fiel y afectuosa, para agradar al marido y viceversa? La misma necesidad, la misma tensión incesante debe tener la virgen cristiana para complacer al Señor. Sólo los medios para “agradar” son diversos. San Pedro recuerda algunos que sirven para toda mujer creyente, pero más aún para la virgen: “Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es precioso ante Dios” (1 P 3,3-4).”6

¿Cómo entiende San Pablo la realidad de un “corazón indiviso”?

El que está casado, debiéndose ocupar de las cosas del mundo y de agradar a la mujer y al marido, “se encuentra dividido”, mientras que la virginidad permite vivir “unidos al Señor sin distracción”. En San Pablo, el estado de virginidad es objetivo: tiene como centro y finalidad al Señor, no el bien propio. Sin embargo hay también un segundo beneficio de promoción y de revalorización de la persona: es la reunificación interior, el de pasar de ser “una persona” a ser una “persona unida”.7

Naturalmente, somos dispersión. Somos tantos deseos, proyectos, añoranzas que cultivamos, todos a veces tan contrarios, que en vez de progresar en la unidad interior vamos hacia la distracción. San Agustín ha escrito. “Porque la continencia es la virtud que nos reúne y nos reduce a ser una cosa sola; de cuya unidad habíamos degenerado haciéndonos de uno muchos, y dividiendo nuestro corazón en multitud de cosas; y menos te ama, Señor, el que juntamente contigo ama alguna otra cosa sin amarla por ti”.8

Jesús refería en este sentido a la “pureza de corazón”, que no es más que querer cada vez menos cosas hasta llegar a querer “una sola cosa”. Lo del salmista nos ilumina más aún: “Una cosa pido al Señor, sólo eso ando buscando” (Sal 27,4). Aquí, quien experimenta esto está tan cerca de la verdadera virginidad, de la que la virginidad física es señal y custodia, la del corazón: querer una sola cosa, cuando esta sola cosa es Dios.

San Gregorio de Nisa expresa que la verdadera virginidad es la interior: librarse progresivamente de las pasiones y de los deseos (pathe) para unirse a Dios; La virginidad física, está en función de ésta, es como una envoltura; Escribe: “Para poder contemplar del modo más perfecto el divino y bienaventurado placer, el alma libre no debe aferrarse a ninguna de las cosas terrenas ni gustar ninguno de los placeres de la vida ordinaria; más bien al contrario, debe trasladar su impulso amoroso de las cosas materiales a la contemplación inteligible e inmaterial de la belleza. La virginidad del cuerpo ha sido concebida para que pudiera realizarse dicha disposición del ánimo. Su principal función es la de hacer olvidar al alma las pasiones de la naturaleza y la de impedir los bajos instintos de la carne. Una vez liberada de éstos, y ya habituándose poco a poco a lo que parece permitido por una ley natural, el alma ya no ignorará ni abandonará ese divino y genuino placer que sólo la pureza del elemento racional que nos guía puede perseguir”9

Sería egoísta pensar que este camino sólo lo recorren los célibes o vírgenes. El mismo Gregorio, quien trazó este itinerario, estaba casado. El casado no puede dejar de preocuparse de las cosas del mundo y de la familia, y no puede sino estar dividido. El célibe, al estar indiviso, tiene más responsabilidad en esto. De la mujer casada el mismo san Gregorio de Nisa dice que “una parte de su corazón se va con el hijo que ha engendrado y, si tiene muchos hijos, su alma se divide en tantas partes como hijos tiene, de modo que ella siente en sus propias entrañas lo que sucede a cada uno de ellos”10. Es claro que esto puede resultar para ella ocasión de santificación “La mujer – dice la Escritura en 1 Tm 2,15 – se salvará por su condición de madre”, sin embargo esto no quiere decir que ella no esté, de algún modo, dividida.

“A propósito del corazón indiviso tenemos ocasión de reflexionar y de sentir temor. El corazón indiviso es algo bueno a condición de que se ame a alguien. Es, en efecto, mejor un corazón dividido que ama que un corazón indiviso que no ama a nadie. Esto sería, en realidad, egoísmo indiviso, un tener colmado el corazón, pero del objeto más inquietante que existe: uno mismo. De esta especie de vírgenes y de célibes, nada infrecuente por desgracia, se ha dicho frecuentemente con razón: “Porque no son del hombre, creen ser de Dios. Porque no aman a nadie, creen amar a Dios” (Ch. Péguy)”11
Una virginidad sin amor, no sería verdadera, sólo mostraría apariencia, cáscara, dura y vacía, sin alma. El motivo principal de la virginidad cristiana es, pues, positivo, no tanto negativo.

En los Padres, la virginidad adquiere poco a poco una motivación prevalentemente negativa y ascética, que es la renuncia al matrimonio y la superación de las pasiones. Allí, el motivo (“por el Reino”, “por el Señor”) prevalece sobre el hecho (no casarse); aquí, el hecho de no casarse tiende a prevalecer sobre el motivo, aún cuando éste evidentemente no desaparece. No fue ajeno en la historia de la Iglesia que el ideal ascético de la ausencia de pasiones y de deseos, ha resultado la cosa más deseable del estado monástico y virginal.

Una inmensa mayoría de los tratados patrísticos sobre la virginidad – como por ejemplo el conocido texto de san Juan Crisóstomo -, se afanan por poner de manifiesto los males del matrimonio: “Áspera e inevitable es la esclavitud del matrimonio – dice Juan Crisóstomo - ; aún cuando escape a todo dolor, el matrimonio no tiene en sí nada de grande; ¿de qué ayuda podrá ser, en el momento de la muerte, el más perfecto de los matrimonios?¡De ninguna!”. Gregorio de Nisa : “¿Por dónde habría que empezar a pintar esta vida difícil con los colores sombríos que le corresponden?...Todo lo absurdo de la vida se origina por el matrimonio”12. También los padres latinos – Ambrosio, Agustín – se mueven sobre esta línea.
Naturalmente, estos mismos padres se acordaban de vez en cuando de que no podían ir mucho más allá, en este camino, sin acabar en la orilla de aquellos mismos maniqueos herejes, a quienes se esforzaban por combatir en otros libros suyos. Y, he ahí entonces, las periódicas reafirmaciones de la bondad sustancial del matrimonio, como cuando san Juan Crisóstomo escribe ingenuamente que “quien denigra el matrimonio hace también una agravio a la virginidad”13 , sin caer en la cuenta de que lo que está haciendo exactamente él mismo. De esta manera, la virginidad era edificada sobre las ruinas del matrimonio y éste, verdaderamente, no fue el método de Jesús.

Cantalamessa expresa que en la visión de los padres: el acento se desplaza de la escatología a la protología, es decir, de aquello que se dará al final, en la Jerusalén celeste, a lo que se daba en el comienzo, en el paraíso terrestre. El modelo y la meta del virgen, más que la vida de los “hijos de la resurrección”, es la vida carente de concupiscencia anterior a la caída. La virginidad, más que como anticipación del Reino final, es vista como retorno al paraíso. Se habla también de “vida angélica” (bios angelikós), o “semejante a los ángeles”, pero más en referencia a la naturaleza inmaterial y de espíritus puros de los ángeles que al sentido de seres inmortales en que lo entendía Jesús (Cfr. Mt 22,30).
No han faltado los Padres que se apoyaron en el principio de la “recta razón”, como Gregorio de Nisa”, para expresar cómo las virtudes son un fundamento más universal para la virginidad que el constituido por la palabra y el ejemplo de Cristo en su misterio pascual: habla del alma que “permanece virgen, siguiendo la razón”14

El Apóstol también escribe: “Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Ga 5,24). El mártir Ignacio de Antioquía se hacía eco de estas palabras cuando viajaba hacia Roma, prisionero, para padecer el martirio, escribía: “¡Qué hermoso es que el sol de mi vida se ponga para el mundo y vuelva a salir para Dios!...Todo amor terrenal (eros) ha sido crucificado en mí y no hay llama alguna que haga prender en mí el fuego por las cosas de la tierra”.15

La tradición de la Iglesia ha definido a la Cruz como “el lecho nupcial”: allí el alma se une con su Esposo divino. Se habla del “éxtasis de la Cruz”, del que nació la Nueva Eva y de donde la comunidad de la nueva alianza, vista como esposa de Dios, que no abandonará ya a su esposo para correr tras los ídolos, sino que será ella misma, mas bien, la que se estrechará a él para no separarse jamás.16

El lecho de la cruz no es exclusivo de los vírgenes. Es una propuesta abierta a los que han recibido el Espíritu de Dios. Los casados deben dejarse abrasar por el fuego pascual: el gran misterio de la unión entre Cristo y la Iglesia. ¿Acaso los esposos no aprenden más cuando sufren juntos que cuando gozan juntos? Este lecho es de amor, pero de aquel que pasa por el crisol de la prueba y el sufrimiento.

El cráter de la carne, sólo se apaga con la muerte…se repite a los oídos de los vírgenes, puesto que “la carne tiene apetencias contrarias al espíritu”17 . Es una lucha sin tregua. La carne y su amigo el mundo argumentan en “pro” de la defensa de los derechos de la carne, de la naturaleza, del buen sentido, de la bondad natural de las cosas, éste el campo “donde más cotidiana es la batalla y más rara la victoria”.18

El testimonio de los Padres del desierto es altamente gráfico: “Durante doce años – cuenta uno de ellos – el demonio no me ha concedido ni una noche ni un día de tregua en sus asaltos, pasados los cincuenta años. Creyendo que Dios me había abandonado y que por eso, precisamente, era dominado por el Enemigo, decidí tener una muerte irracional, antes que caer en la vergüenza por causa de la pasión carnal. Salí y tras haber vagado por el desierto encontré la cueva de una hiena; en esta guarida me coloqué desnudo, durante el día, para que al salir me devoraran las bestias feroces”. Después de diversos intentos oyó una voz que provenía de su interior y le decía: “Vete, Pacone, lucha; he consentido que fueras dominado por el Enemigo para que no te vanagloriaras de ser fuerte sino para que, por el contrario, reconocida tu debilidad y no confiando en exceso en tu régimen de vida, recurrieras a la ayuda de Dios”19 .

De aquí brotan consecuencias importantes para nosotros: el fundamento último de la consagración virginal es el misterio pascual. No podemos negar el aspecto ascético que conlleva, pero esto se volvería un mero voluntarismo vacío y aplastante, sino está revestido por entero de su alma: el Amor Pascual, pues “la custodia de la propia castidad viene confiada, en máxima parte, al mismo individuo y no puede apoyarse en algo que no sean las fuertes convicciones personales, que brotan exactamente del contacto con Dios, a través de la oración y a través de su Palabra.”20

¿Por qué el Reino exige el celibato? Dejemos que el mismo San Pablo nos conteste: “De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necesidad de la predicación” (1 Co 1,21). ¿A quién predicamos? A un Cristo Crucificado; la Cruz es la locura de nuestra predicación. Esta es la justificación de los votos religiosos de castidad, pobreza y obediencia. El hombre se sirvió mal de su inteligencia y voluntad para ir a Dios, las idolatró; Por ello Dios elige un camino diverso, el de la necedad de la cruz, el de la renuncia a la razón y voluntad propias, que actúan de modo distinto; “Porque el hombre no supo servirse de su sexualidad para salir de si mismo y abrirse al amor del otro y de Dios, sino que hizo de ella un ídolo: Astarté, Venus…, quiso Dios revelar en el Evangelio el camino de la renuncia al ejercicio activo de la sexualidad: la continencia por el Reino y la castidad perfecta. Porque el hombre no ha sabido servirse de los bienes creados en la obediencia a Dios, sino que los ha hecho ocasión de avidez, de rapiña y de opresión, quiso Dios revelar, en el Evangelio, el camino de la renuncia a las riquezas en la pobreza radical por el Reino.”21

Cantalamessa cita a este respecto, a Lutero, quien a propósito de los votos, formuló el siguiente principio: “Dios se revela en su contrario” (sub contraria specie), es decir, que Dios, en el Nuevo Testamento, revela su gloria en la humildad, su riqueza en la pobreza, su sabiduría en la “necedad”. Si Dios efectivamente se revela ya en una forma opuesta a la tenida como conveniente por la razón humana, se deduce que es preciso acogerlo tal como él se revela, entrar en su estilo, hablar su mismo lenguaje. Sería, en verdad, curioso querer recibir como sabio, como rico y de forma gozosa a un Dios que se revela “necio”, pobre y sufriente. No es posible y Jesús mismo lo afirma cuando dice que el que quiera seguirle debe negarse a sí mismo y tomar la propia cruz; y que el Padre ha escondido, a los sabios y a los inteligentes los misterios del Reino y se los ha revelado a los pequeños. …

Tiene razón san Gregorio Nacianceno cuando escribe que “no existiría la virginidad si no existiera el matrimonio, pero el matrimonio no sería santo si no estuviera acompañado por el fruto de la virginidad.”22

Desde la perspectiva bíblica diremos entonces que si no se hubiera dado el pecado, no habría existido la virginidad porque no hubiera sido necesario poner en crisis y someter a juicio al matrimonio y a la sexualidad. La virginidad es ante todo un rechazo del mal que se ha superpuesto a aquel bien; por tanto, es proclamación, por excelencia, de la bondad original de la creación y de las cosas. Son un modo de imitar al Verbo de Dios, que al encarnarse ha asumido todo lo humano, excepto el pecado.23

Así comprendemos la frase de S. Agustín y que la Iglesia canta explosivamente en la noche de la vigilia pascual: ¡Oh culpa feliz!, que nos mereció semejante Redentor. La redención de Cristo y el Misterio Pascual son reales: la creación originaria es recapitulada, diría San Ireneo, desde lo hondo del pecado la reconduce a la luz. Vivir virgen es vivir pascualmente: “Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado – escribe el Apóstol -. Así, que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad”24 . “La palabra traducida por “pureza” o sea “heilikrineias”, contiene la idea de esplendor solar (heile) y de prueba o juicio (krino) y significa, por tanto, una trasparencia solar, algo probado a través de la luz y encontrado puro. Éste es el modelo de vida que brota de las Pascua de Cristo, que es común a todos los cristianos, pero que el virgen debe hacer suyo con un título del todo especial, hasta convertirse, después, en modelo y señal para todos en la Iglesia.”25

Es importante recordar que el “ofrecer nuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios: el culto espiritual…”26 , no es exclusivo de los vírgenes; Estos están obligados a acoger de un modo más radical esta exhortación. Para todos los cristianos vale hoy el ideal de huir del mundo, asumido como rechazo a las obras que deben ser crucificadas con Cristo y “ser para el mundo” en todo lo que es bueno, lo que agrada a Dios, lo perfecto. Aquí son dos las dimensiones necesarias: Amar al mundo que Dios quiso salvar, ofreciendo el culto espiritual y “aborreciendo a mundo y a lo que hay en el mundo”.27





LA VIRGINIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON EL HIJO28

Amedeo Cencini, ilumina la realidad del celibato, desde una perspectiva paulina, utilizando también elementos psicológicos que ayudan a una densa reflexión teológica. Abordemos una síntesis sobre este punto, que no deja de ser riquísima; Se habla de un proceso en el enamoramiento de San Pablo, expresado de la siguiente manera:

1. Mors tua – vita mea

El enamoramiento de Pablo parte sobre todo de su convencimiento de que Cristo “se entregó” por amor a él. La muerte de Cristo ha “engendrado” la vida de Pablo. El amor de Cristo en la cruz ha liberado a Pablo del miedo a la muerte, de su temor a no ser digno de ser amado, de su pretensión de salvarse por sí mismo, de la presunción de realizarse según su plan, de la no-vida y de todo lo que le hace vivir menos, de lo que es pérdida y no vale la pena 29. Si el celibato es la forma que tiene una persona de dar testimonio de la vida que trasciende la muerte, o que nace de la muerte de Cristo, la experiencia y la contemplación de esta muerte da a Pablo una vivencia de amor tan fuerte, que lo impulsa a vivir una vida nueva, apropiándose de esa fuerza o recibiéndola como don.30


2. Mors tua – mors mea

Esta convicción hace que el apóstol responda con una dinámica que, a causa de un amor rebosante de gratitud, le lleva a la muerte, a la muerte del hombre viejo31. Y sin embargo, el elemento central de la relación de Pablo con Cristo en esta fase no es la muerte, sino el amor, cuyo punto culminante y cuya plenitud es la muerte, garantía de su autenticidad. Esta es la clase de amor que integra la vida de Pablo y que testifica su celibato por Cristo, como signo de su identificación con la cruz y con el amor que en ella se manifiesta.32

Pero Pablo no se limita a apropiarse del don, sino que se identifica con él proyectándose en el acontecimiento de la cruz, y ante todo en la persona de Cristo y en su opción por el amor, por la vida y por la muerte, decidiéndose activamente por la misma opción.

El protagonista sigue siendo Cristo y también su muerte. Es de esta de donde Pablo recibe la fuerza para afrontar su propia muerte por amor.

3. Vita tua – vita mea

La similitud en la muerte lleva inevitable y progresivamente a la identificación cada vez más plena con el Hijo. Los confines del yo de Pablo se amplían y extienden hasta los de Cristo33. Si ha muerto con Él, con Él resurgirá a una vida nueva34 ; la vida de Cristo será su vida35 , como un nuevo yo y una nueva vida que para Pablo es más auténtica y más suya, aunque haya sido recibida: vita tua, vita mea.

Pablo está seguro de que nada podrá separarlo del amor de Cristo36 ; más aún, incluso las tribulaciones que tiene que soportar por su predicación le parecen inestimables porque le acercan a la pasión y a la cruz, esto es, a la vida: su Señor37 . Y así es como la vida de Cristo pasa a ser su misma vida.
En esta fase hay, pues, una mezcla de actividad y pasividad, de auto-apropiación y de difusión de sí que hace que Pablo madure y realice su verdadera identidad. Pero el protagonista sigue siendo Cristo, la vida de Cristo Jesús, que anima y vivifica la vida de quien, como pablo, cree en la fuerza de su muerte y de su vida.

4. Vita mea - Vita tua

Aparece entonces, por fin el hombre nuevo y libre38 , plenamente identificado con Cristo por haber sido conquistado por Él39 , prisionero voluntario de Cristo40 que anuncia activamente su Evangelio41 y decide ofrecer libremente su vida y entregarse por completo a quien Pablo llama “mi” Señor y a su misterio de pasión, muerte y resurrección42 para completar en su vida lo que falta a la pasión de Cristo43 : vita mea, vita tua.

Es la última etapa del proceso de identificación. Si la fase anterior se caracterizaba aún por una cierta pasividad por parte de Pablo, al ser Cristo quien se entregaba a él, aquí nos encontramos con la respuesta al don que se concreta en la entrega radical del propio yo y de la propia vida. Ahora es Pablo quien toma la iniciativa. No solo recibe y se apropia, sino que da y se expropia; no se sitúa ya en el centro, ni piensa en ser el destinatario de un don, sino que amplía sus confines para acoger en su vida el espacio de la vida de Cristo, su amor, su muerte y su resurrección, hasta el punto de que el Señor Jesús se convierte en el argumento de la vida, de la actividad, del amor y de la muerte de Pablo44 . Es la plena realización y la identificación total del apóstol con Cristo, que ya no podrá sino ser virgen como Él y por Él45 : su vida célibe es símbolo de su relación con Cristo, símbolo de la vida que de Él recibe y a Él le da. Amando a Cristo, intensa y apasionadamente, ama a quienes le han sido confiados con el mismo amor de Cristo, con amor divino “celoso”, “paternal”46 y “maternal”47 . El amor de Pablo a la comunidad tiene el mismo corte, idéntico estilo que el amor de Dios. Y no solo eso, sino que hace que la comunidad pueda leer e interpretar en el amor que Pablo le muestra, el amor mismo de Dios. Es un amor profundo, celoso, que se salta los esquemas convencionales, un amor sin límites, un amor orientado hacia el absoluto de Dios, de donde procede”.

Este es el núcleo y la característica básica del amor virgen: el amor exclusivo e inmediato a Dios capacita para amar como Él y tanto como El, ¡hasta sentir sus mismo celos y su paternidad y maternidad!

Este es el sentido del enamoramiento de Pablo, virgen por Cristo, y de todo el que vive su celibato como identificación con el Hijo en actitud de agradecimiento y de entrega libre de sí (las dos actitudes típicas del Hijo); o del que lo vive, desde una perspectiva psicológica, como relación objetual total con Cristo Jesús, total porque es una relación con la vida y la muerte, de Cristo y de la persona virgen, llamada a vivir y morir con “su” Señor y como Él.


CONCLUSIÓN

¿Cómo no confrontar la vida propia a la luz del testimonio de este Santo? Su vivencia tan profunda de la virginidad no sólo cuestiona, sino que desafía. ¿Cómo puede expresar con tanta claridad: Cristo vive en mí? Realmente es locura; La locura de la cruz que transforma, y que hace nuevas todas las cosas.

La verdad de la virginidad por el Reino de los Cielos es saber que el corazón está ocupado por Alguien que celosamente exige amarlo, pero que también necesita ser expresado, porque ese Amor es difusivo. De aquí, que el célibe elige amar de manera especial, a quienes Dios le ha puesto en el camino: esos tentados de sentirse menos amables o menos queridos, aquellos que no son tan bellos ni atrayentes.

Sin embargo, sabemos que el desafío no es sólo para el consagrado, sino que la virginidad es también para los casados, puesto que “querer sólo Dios”, “buscar constantemente su rostro”, son expresiones de la verdad de un corazón ocupado por Dios y desde quien se aman a los muchos otros alrededor. Hasta el casado sabe que hay en él un puesto que sólo es del Señor.

Concluimos desenado más ardientemente que Cristo viva en nosotros, para que así nuestra vida crucificada en Él, rocíe con sangre a todos los que necesitan del amor de Dios, de manera que una Alianza Nueva y Eterna quede sellada para siempre y resuene en cada uno: Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo puesta mi predilección.


El Señor del Milagro: Señor de las multitudes sufrientes

Por Lucio Franciso Ajaya

Del Evangelio según san Mateo (8,16-17)

“Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: El tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades”.

Durante su vida en la tierra, Jesús de Nazaret fue conocido por el bien que hacía: “pasó haciendo el bien y curando”, dice el Evangelio. El “enviado de Dios” combatió, venció la miseria, abrió los corazones y conquistó nuevos discípulos que querían seguirlo. Pero ¿acaso Jesús era sólo un milagroso sanador?. ¿Qué buscaban en Él esa multitud que lo seguía: sólo los beneficios que Él daba o realmente se sentían atraídos a su persona?
La misión de Jesús era mostrar el amor de Dios Padre. Los actos milagrosos que realizaba eran muy valiosos y buenos, mas sólo un modo de confirmar lo que Él predicaba. En cada gesto sanador de Jesús, hay una invitación de salvación, un mensaje más profundo y atrevido, ¿Por qué? Es que no hay que seguirlo porque se come pan hasta el hartazgo, ni tampoco porque sus ideas resultan liberadoras de la opresión política o porque conviene escucharlo para sacar de Él las palabras que sirven a intereses de grupos religiosos. No. El horizonte que propone el Maestro de los Milagros es más amplio, dice mucho más que el alivio de la enfermedad o la solución de un problema.

La multitud traía sus aflicciones, sufrimientos y enfermedades a los pies de Jesús. Él se compadece de ellos (Mc 6,34), mostrando que Dios viene a buscar a su rebaño y a ocuparse de él. Su corazón compasivo y solidario revelan el rostro de Dios, Padre y Pastor, “rico en misericordia” (Ef. 2,4).
Sin embargo, Jesús no quiere atraer la atención de la gente por medio de gestos espectaculares. Las acciones de Jesús anuncian la salvación. No sólo son un alivio del dolor, sino que sobre todo son signos de la llegada del Reino de Dios, que es “levantar” a TODA la persona, a la vida por entero. Por eso, Jesús sólo cura a los que creen que Él puede hacerlo. Debe haber fe en su persona, creer que Él es el “enviado de Dios” y NO un simple curandero…No. Él es el “rostro visible del Padre”, el que invita a SER DE DIOS de una manera verdadera.

En el Pacto de Fidelidad que sellamos los salteños, decimos que “somos de Él”…El 15 de setiembre se deja que el Espíritu que habita en nuestro corazón, hable a su Dios y Salvador. Nosotros creemos en el Señor del Milagro, creemos que Él es el camino, la verdad y la vida, que Él nos conduce a Dios y da sentido a nuestro caminar.
Este Señor del Milagro, sacudió el suelo…pero había que sacudir conciencias envejecidas por la adoración a otros dioses, por el olvido ingrato de aquel que nos creó y nos sigue cuidando como un Padre cariñoso.

Muchos de la multitud que caminan en la procesión, han sido sacudidos en sus vidas, por problemas o enfermedades. Acudimos a Jesús, porque nos hablaron de Él, nos contaron lo que es capaz de hacer. En nuestra historia de pueblo y de vida personal, hemos visto las “grandes obras de Dios”, pero esto es sólo el comienzo. El Señor se valió de una situación difícil, para que nos acerquemos a Él, para que busquemos ansiosamente sus palabras, su vida, su mensaje y no tanto sus milagros…Conocerlo y seguirlo a Él, en eso consiste el desafío.

Pidamos a nuestra querida Madre del Milagro, nos enseñe a buscar siempre a su Hijo. Que el multitudinario caminar, sea expresión de la fe que tenemos en Jesús, porque no sólo nos ha curado o aliviado el dolor, sino porque Él nos busca para que seamos partícipes de su Reino.

Lucio Francisco Ajaya
Seminarista de la Arquidiócesis de Salta,
estudiante de 3º de Teología,
Seminario Mayor de Tucumán
luciofrancisco@hotmail.com