jueves, 24 de diciembre de 2009

SIN CURAS NO HAY PARAISO


Autor: David Calahorra
Fuente: ideasclaras@ffastur.eu
Foto: www.novabella.org

Carta de Navidad de un sacerdote de nuestra diócesis

Del 19 de junio de 2009 al 11 de junio de 2010, el Papa Benedicto XVI ha invitado a toda la Iglesia a celebrar un año jubilar dedicado al sacerdocio, con ocasión del ciento cincuenta aniversario de la muerte de San Juan María Vianney, el santo cura de Ars (Lyon, Francia), patrón de los sacerdotes. Aprovecho esta carta, que os mando como felicitación de Navidad, para animarnos a que demos gracias a Dios por el regalo de tantos sacerdotes como han pasado por nuestras vidas y que nos han hecho tanto bien.

Como señala el Papa en la carta con la que convoca este año jubilar, ha habido situaciones deplorables y nunca lo suficientemente condenadas en las que algunos sacerdotes han tenido comportamientos indignos de su vocación, inaceptables en cualquier cristiano, pero aun más en un sacerdote. Siendo esto verdad, no lo es menos que son muchos más los buenos sacerdotes que, día a día, en la historia de nuestros pueblos y ciudades han dado y dan la vida de modo silencioso, de espaldas a la fama y los aplausos, únicamente preocupados en hacer todo el bien que pueden. Cuántos deben a su cura haber aprendido a leer y a escribir, la ayuda para acceder a mejores estudios o a un puesto de trabajo, el pan que a veces ha faltado y todavía hoy sigue faltando en las familias necesitadas, el consejo para las grandes incertidumbres de la vida, el consuelo en el dolor, la compañía en los peores momentos,… y todos les debemos sus oraciones y sacrificios, que sólo Dios ve y que esperamos que él mismo les recompense.

Nuestro país tiene una marcada herencia anticlerical, fomentada por el chiste y la burla fáciles. Nos hemos vuelto desagradecidos y abunda una amnesia histórica que no nos deja recordar nuestras raíces. Hemos olvidado que los sacerdotes han estado en el origen de la enseñanza para todos, de los hospitales, las universidades, los servicios sociales, la defensa de los derechos y la dignidad del mundo laboral,… han sido y son el mejor ejemplo de creatividad a la hora de dar respuesta a las mil y una necesidades de cada realidad. Este año sacerdotal quiere llamarnos a todos a valorar lo que el sacerdocio ha significado y significa para el bien de la Iglesia y de la sociedad.

Tanto el pasado siglo como el que estamos estrenando pueden resumir su historia con la siguiente expresión: “el Paraíso no existe en la tierra”. Los regímenes totalitarios, los avances técnicos y científicos, la política, el desarrollo económico, las ideas y modas revolucionarias… nos han prometido y hasta a veces nos han hecho creer que tendríamos el paraíso en la tierra. Ese paraíso que tanto desea cada uno en su corazón, la felicidad que incansablemente buscamos, hay quien no deja de ofrecérnosla ya, fácilmente, del modo más cómodo y más barato. Pero lo que al final estamos consiguiendo es una gran frustración, una desesperanza que nos lleva a conformarnos con cualquier cosa y a llamarle paraíso a experiencias, momentos y sensaciones que no son capaces de satisfacernos plenamente. “Estamos de vuelta”… y es normal, porque el Paraíso no nos lo puede dar nada ni nadie de este mundo.

Dios, que nos ha creado y ha puesto en todo ser humano el mismo deseo infinito de felicidad, ha entrado en nuestra historia, se ha hecho hombre y de este modo ha introducido en nuestro mundo el verdadero Paraíso que es él mismo. El Paraíso es una persona con nombre propio: Jesucristo. Él es nuestro Dios, el único que puede saciar el deseo de nuestro corazón. Jesús es el verdadero Cielo, el verdadero Paraíso que disfrutaremos plenamente en la vida eterna, pero que se hace presente ya aquí, en la tierra, por los sacramentos y la vida de la Iglesia. Cada vez que celebramos la Misa o nos ponemos ante Jesús-Eucaristía podemos decir que ya estamos pregustando el Cielo. Sin sacerdotes no hay Eucaristía, no hay perdón de los pecados, no hay sacramentos… sin curas no hay Paraíso.

Asi lo expresaba el cura de Ars: "Si desapareciesen los sacerdotes, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas renacida en el bautismo? El sacerdote. ¿Quién la nutre con la Eucaristía para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir (a causa del pecado), ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo". Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del Cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".

No hace mucho encontré este simpático texto de autor desconocido. Su título es “El sacerdote: Signo de contradicción”. Dice así:

Si es puntual para la Misa … lleva el reloj adelantado.
Si empieza tarde la Misa … nos hace perder el tiempo a todos.

Si hace obras en la iglesia… despilfarra el dinero.
Si no las hace… le interesa poco la iglesia.

Si tiene amigos ricos… vive con los que mandan.
Si se rodea de pobres… es un revolucionario.

Si es joven… le falta experiencia.
Si es mayor… debería jubilarse.

Si hace salidas con los jóvenes… descuida la parroquia.
Si no las hace… es que no se preocupa de los jóvenes.

Si participa en las actividades del pueblo… quiere meterse en todo.
Si no participa… desconoce la realidad de la gente.

Y… si el Obispo cierra la Parroquia por falta de sacerdotes…
entonces todo el pueblo firma una carta de protesta.

Si falta el sacerdote, ¿quién le sustituirá?

Si alguien quiere hacer algo por este mundo, nada mejor que dar la vida como sacerdote. La tarea es dura, hay que despertar a un mundo dormido, pero merece la pena. Sólo Dios sabe la alegría impagable que reciben nuestros pobres corazones de sacerdote, cuando vemos en la intimidad de las personas cómo Dios devuelve la alegría, la esperanza, la dignidad… Si hay algo que necesita este mundo son sacerdotes y buenos sacerdotes, sacerdotes santos. Hombres dados a tiempo completo, entregados en cuerpo y alma por el bien de las personas, en sus necesidades materiales y sobre todo en las espirituales, de las que estamos tan necesitados y para las que el sacerdote es imprescindible. Yo sólo puedo decir que soy inmensamente feliz, que no me cambio por nadie, y que mil veces que naciera, mil veces que volvería a ser sacerdote.

¡Feliz Navidad y próspero año nuevo!

David Calahorra, párroco de Valdeolmos-Alalpardo
Miembro del Equipo de Pastoral Vocacional

AMIGO DE JUAN PABLO II


Autor: Pedro Beteta (Doctor en teología)
Fuente: ideasclaras@ffastur.eu
Foto: www.absurda_revolucion.blogia.com

El hombre que no imaginó en ser Papa ni en beatificar a su amigo Juan Pablo II


Era abril de 2005. El cardenal Joseph Ratzinger oficiaba, en unión con muchos obispos venidos de todo el mundo, los funerales por el eterno descanso de Juan Pablo II. Las escenas que ofreció la televisión nos han dejado un recuerdo imborrable de ese evento, pero éste fue especialmente conmovedor cuando se dirigió al balcón desde donde tantas veces el Papa Juan Pablo II había dirigido la palabra bendiciendo a la multitud, y mientras lo miraba dijo improvisando: “Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre” (1).

El cardenal Ratzinger no imaginó ni deseó jamás ser el sucesor de Juan Pablo II. Había abandonado Baviera hacía veintitrés años para ir a Roma, cuando le llamó el Papa para trabajar junto a él. Echaba mucho de menos Alemania. De hecho, durante esas tres semanas de Sede Vacante que hubo en la Iglesia, él, como cardenal decano del Colegio Cardenalicio, tuvo que hacer cabeza y tomar decisiones.

Tras el fallecimiento de Juan Pablo II, la prensa y la televisión se hicieron eco mundial del acontecimiento que llegó reunir a la gran mayoría de los mandatarios del planeta en Roma –cosa insólita–; yendo entre ellos, los tres últimos presidentes de Estados Unidos. Y, sobre todo, más de tres millones de peregrinos. El primer día, la inmensa mayoría procedía de la población romana, el segundo día se sumaron gentes venidas de toda Italia, y el tercero, multitudes de todas partes del mundo poblaron Roma y coreaban –también con pancartas–: “santo, ya”.

Este espontáneo grito, acompañado de pancartas, por el que miles de personas pedían una canonización inmediata –que es una fórmula de canonización por aclamación, como al principio de la cristiandad– era algo inaudito. Además, este hecho fue visto de buen grado por millones de telespectadores católicos. Así las cosas, alguien preguntó al cardenal Ratzinger que hiciera alguna declaración oficial para los medios desplazados en Roma sobre este asunto que ya portada en muchos periódicos. Su respuesta vino a ser algo así como: no se preocupen ustedes como tampoco me preocupo yo. Esa decisión le tocará tomarla al siguiente Papa, no a mí. Bien lejos de su mente estaba, por tanto, que iba a ser precisamente él quien abriría –acortando los tiempos previstos– el proceso de beatificación, tras su elección como Romano Pontífice.

Si el comentario hecho por el cardenal Ratzinger dejaba claro qué lejos de su mente de estaba el deseo de ser Papa, éste no dudó en decirlo al poco de ser elegido Sumo Pontífice. Nunca había pensado ni deseado semejante carga y responsabilidad. De ahí que “cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor: ¡No me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes” (2).

El 19 de diciembre ya es una fecha inolvidable para nuestra generación, para nuestra gente, esa que ronda entre los 20 y los 60 años; esos que han estado en el Paseo de la Castellana, en Montserrat, en Javier, etc., en 1982; años más tarde en Zaragoza, en Sevilla, en Colón o en Cuatro Vientos gritando Juan Pablo II te quiere todo el mundo. Esa generación que sin encomendarse a nadie hizo el petate y se plantó en Roma en 2005 para dar su último adiós a Juan Pablo II el Grande.

Benedicto XVI lo proclamó el día 19 “venerable” tras aprobar con su firma el decreto por el que se reconoce que el Siervo de Dios Karol Wojtyla vivió en grado heroico las virtudes. Esto supone el primer paso hacia los altares del Pontífice polaco. El decreto fue aprobado durante la audiencia que concedió en el Vaticano al prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, el arzobispo Angelo Amato, S.D.B., prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

La firma del decreto no supone la inmediata beatificación de Karol Wojtyla, ya que todavía falta la aprobación por parte de Benedicto XVI del milagro que lleve a la proclamación como beato de su antecesor. No obstante, es el inicio de un proceso que ya tiene fecha dada la antelación con que hay que trabajar por la logística que acompaña. Ciertamente se necesita un milagro bien estudiado y constatado, pero era tal la seguridad moral de su santidad que bien pronto llegaron a Roma innumerables favores de gran entidad como exige un milagro.

El postulador de la causa, el sacerdote polaco Slawomir Oder, se ha inclinado entre muchos a elegir, por la curación de la monja francesa Marie Simon Pierre, que padecía Parkinson, la misma enfermedad que tenía Juan Pablo II Una vez que Benedicto XVI apruebe el milagro, sólo quedará elegir la fecha de la beatificación. Aunque las cosas de palacio van despacio, aquél “santo súbito” sigue resonando con ecos “in crescendo” en los oídos de tantos hombres cristianos o no que le admiraron en vida y después de su muerte como lo demuestran las largas colas de personas que pasan cada día por su tumba en Roma.

El proceso que llevará a Juan Pablo II a los altares el próximo 16 de octubre, se abrió el 28 de junio de 2005 y comenzó en Roma, ciudad en la que murió y de la que fue su obispo durante 26 años y medio. La causa de beatificación se abrió por deseo de Benedicto XVI sin esperar a que transcurrieran cinco años de su muerte, como establece el Código de Derecho Canónico. El anuncio fue acogido con gran alegría en el mundo católico, donde aún sigue vivo el grito “súbito santo” (santo ya) que decenas de miles de personas corearon el 7 de abril en la plaza de San Pedro del Vaticano durante los funerales de Juan Pablo “el Grande”, como ya se le conoce.


Pedro Beteta
Doctor en Teología y en Bioquímica

Nota al pie:

1. Homilía del Card. Ratzinger en la Misa de Exequias del difunto Pontífice Romano Juan Pablo II, en la Plaza de San Pedro el 8 de abril de 2005.
2. Ibídem.